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Paisajes sonoros

TELDE
TUFIA

En un cachito que la tierra ganó al mar de Telde, en otra arrancada volcánica, se encuentra un gran roque saliente. En sus estrechos, encontramos por un lado la playa de Aguadulce y por otro el poblado costero de Tufia. Decir costero casi es poco descriptivo, es más bien marítimo, playero, roquero. Con algunas lunas de septiembre, puede llegar a ser hasta submarino. El agua rompe contra muros, puertas y ventanas. La sal abrasa hasta acabar con todo tipo de materiales en una lenta corrosión consentida. Y es que, en ese trato con la naturaleza radica el encanto de este lugar. Los pobladores, en ocasiones residentes y en otras vacacionales, comparten a diario este encanto con numerosos visitantes, que al entrar se encuentran con unos mandamientos que rezan valores de uso y disfrute, que en estos tiempos parece tan obvio como necesario de recordar. Tufia es de pescadores, buceadores, ecologistas, playeros, madrugadores, trasnochadores, ancianos, jóvenes y niños. Es de todos y así te lo recuerda al entrar, para que lo sientas, para que lo cuides. Las marejadas van y vienen al mismo ritmo que los aviones llegando y marchando del próximo aeropuerto de Gando. La gente arrima sus toallas y bolsos de la corta playa en bajamar, hacia las mismas calles cuando sube la marea. En Tufia cada uno se pone donde cree, donde quiere, donde no moleste aunque sabiendo del código no escrito de “arrejuntamiento” no apto para celosos de un espacio vital y un distanciamiento que en otros lugares no se entendería quebrantar. Haber elegido otra playa, otro pueblo, otra experiencia.

 

Porque Tufia es ese lugar que parece de otro tiempo o de otro continente. Ese entramado de callejuelas que vomitan en la roca con sus casitas colgando de la roca a rompeolas. Otras se encuentran más escondidas de la bulla, otras abalconadas y centinelas. Una estampa hermosa desde dentro, que se completa y se graba en la retina al adentrarse en el mar frío y limpio, darse la vuelta a contemplar la bahía. Ahí uno se puede quedar un rato divisando cada rincón, cada ventana, imaginando lo bonito y desvirtuado de vivir allí, o simplemente agradeciendo su condición de descubridor de un rincón maravilloso.

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